Exito, celebración, desconfianza, miedo, control.
La noche del descubrimiento, Curt Weiss, tras hacer el amor con la versión androide de una Lolita de 18 años, no se sumió en el esperado sopor y relajamiento postcoital, sino que su mente se tensó como la cuerda de un arco a punto de disparar. Ya estaba en posesión de la fórmula, cierto, y eso le llenaba de felicidad, pero tenía que probarla en animales antes de experimentar con ella él mismo y darla a conocer y suministrarla a sus inversores. El tiempo y las gestiones que necesitaba realizar para alcanzar plenamente su objetivo era lo que le quitaba el sueño.
SIADICO competía en el mundo con otras empresas e instituciones que investigaban y experimentaban en el campo de la inmortalidad. Los chinos, por ejemplo, hacía décadas que atraían talento y dedicaban ingentes cantidades de dinero a investigar en las ramas más vanguardistas de la ciencia. Aprendían rápido de Occidente. Pero sus avances eran opacos. Era muy difícil saber exactamente dónde se hallaban.
Esto lo ponía especialmente nervioso, no soportaba esa falta de información y control. También estaban europeos y japoneses, que trabajaban fundamentalmente en la reprogramación celular y la edición genómica. No le preocupaban tanto, pues sabía en qué nivel estaban; aun así, sus descubrimientos y aplicaciones podían ser competidores directos de su fórmula: la regeneración molecular. Ahora que ya tenía la fórmula, le embargaba un miedo irracional a que alguien se le adelantara.
El otro asunto que le quitaba el sueño se refería a su propio equipo. Obviamente, todos sus investigadores sabían en qué se estaba trabajando y eran partícipes en mayor o menor grado de toda la información que se generaba, pero él tenía el control último sobre ésta. Las pruebas con animales no podía efectuarlas solo, y quien tuviera acceso a los resultados sabría de primera mano que habían dado con la fórmula. ¿En quién podía confiar plenamente?
Sólo había un nombre: Alejandro Mendoza, su segundo de a bordo y hombre de confianza, doctor en bioquímica y genetista y la única persona con la que Curt mantenía una relación afectuosa, si algo así podía decirse. Se conocían desde hacía más de diez años. Alejandro había sido alumno y discípulo de Curt. Su amistad fraguó entonces. Fue su más brillante discípulo y un joven con un extraño magnetismo personal, de una amabilidad desconcertante, don de gentes, entusiasmo y entrega al trabajo inusuales. Le molestaba sobremanera tener que compartir su conocimiento con alguien, pero no le quedaba otro remedio. Y si había que hacerlo, ese alguien no podía ser otro que Alejandro.
— Tenemos el secreto de la eterna juventud -le dijo al día siguiente, tras llamarlo a su despacho. Era el único lugar seguro del edificio. Todas las demás estancias disponían de cámaras y algunas de ellas de micrófonos. El único lugar totalmente hermético era su despacho. Allí sólo Lolita tenía acceso, y Lolita estaba protegida contra cualquier intromisión, de hecho, ella era el escudo protector contra cualquier intento de ataque cibernético o de intrusión a través de la red.
— ¿En serio? ¿Ya? -exclamó Alejandro, abriendo tanto los ojos que casi hace reír a Curt-. Es fantástico. Hay que celebrarlo. Voy a avisar a todo el mundo.
Era este carácter espontáneo y extrovertido lo que más amaba y temía de su discípulo. No podía evitar verlo como a un niño, ingenuo e inocente, al que había que tratar con adulta condescendencia. Era como el hijo que nunca había tenido. No podía dejar de pensar eso, por más que lo intentaba. Así que lo había aceptado como un hijo. Podría decirse que lo había adoptado. Sin que Alejandro supiera nada, claro. Y Curt, casi que tampoco.
Pero al mismo tiempo le cargaba, porque por más que lo conociera, nunca dejaba de sorprenderlo, y Curt llevaba muy mal la incertidumbre.
Él era un hombre de certezas o, al menos, de cálculos probabilísticos muy parecidos a certezas. Si bien públicamente hablaba de un periodo de 25 años, a su reducido grupo de inversores había vaticinado que hallaría la fórmula de la inmortalidad en no más de cinco años. De eso hacía cuatro y ya lo había logrado, antes de lo previsto. Aunque si siguieran el proceso protocolario de pruebas con animales hasta poder utilizarlo con humanos, su previsión sería correcta. Pero él no estaba dispuesto a consumar el plazo, no al menos consigo mismo.
Faltaba un mes para su reunión con los inversores, su plan era anunciarles el descubrimiento de la fórmula en esa reunión, indicando que necesitaba, al menos, seis meses de pruebas experimentales con animales y otros seis para probar con voluntarios humanos. De forma que su predicción sería perfecta. Parte de ese margen tenía intención de utilizarlo en probar la fórmula en sí mismo y organizar el tinglado empresarial y financiero que le permitiría ser el socio mayoritario e imprescindible en la explotación de su producto. Cuando los demás comenzaran a ver las cartas, él ya habría ganado la partida. Quien da primero, da dos veces. Pero aún no lo tenía todo atado y bien atado.
Así que nada de celebraciones.
— Calma, Alejandro, calma -le dijo a su ayudante, con una indulgente sonrisa-. Ya sabes lo delicadas que son estas cosas y lo que nos jugamos. Tienes que jurarme que no hablarás de la fórmula con nadie. No es aún el momento de anunciarlo. No estamos listos y ahí afuera hay muchos competidores que al menor desliz pueden robárnosla. Así que nada de celebraciones, ¿ok?
— Claro, claro. Nunca caigo en esos detalles. Suerte que estás tú.
— Vale. Ahora júrame que guardarás el secreto.
— Lo juro, como no.
— Y que no harás nada que yo no te diga.
— ¡A sus órdenes, mi comandante!
— Va, no hagas tonterías.
En un estado de creciente agitación, Curt Weiss, con la ayuda de Alejandro, probó su nueva síntesis en ratas, perros y monos, saltándose todos los protocolos de seguridad. No tenía tiempo para esas tonterías. ¡Estaba a punto de descubrir la molécula de la eterna juventud!, a la mierda los protocolos. Ya amañaría luego lo que hiciera falta, si hacía falta. Ahora quería resultados, y los quería ¡ya!
Al cabo de una semana, los análisis confirmaron lo que esperaba. Todas las células de los animales habían rejuvenecido el equivalente a diez años de vida humana. En dos semanas, ratas, perros y monos mostraban el saludable aspecto de la juventud recuperada. Y sin efectos secundarios. Quiso esperar aún otra semana más, por ver si estos aparecían. Nada. Perfecto. El aspecto de los animales era inmejorable. Estaban sanos como una manzana, y juguetones y llenos de energía como cachorros.
Faltaba una semana para la reunión por videoconferencia. Consultó con Lolita si debería ya probar en sí mismo la fórmula o hacerlo tras la reunión.
— Sinceramente, Curt, mi opinión es que debes esperar. La información que recibo de tus receptores implantados en distintas partes de tu cuerpo sobre tu estado de ánimo y tus reacciones fisiológicas al hacerme la pregunta, me indica que debes esperar. Ya sabes.
— Sí, creo que tienes razón, aún no estoy preparado. ¡Qué sería de mí sin ti! Me conoces mejor que yo mismo. Seguiré tu consejo y esperaré. Veré cómo evolucionan los animales una semana más y, si todo va bien, después de la conferencia comenzaré con el tratamiento.
— Me parece una sabia elección. No hay nada que me dé más placer que servirte y serte útil.
— ¡Ay, si todos fueran como tú!
— Me asalta una duda, Curt. Si como hemos comprobado, el aspecto de los animales cambia (su pelo se ha vuelto más terso, sus facciones han rejuvenecido…), lo mismo ocurrirá contigo y será mucho más evidente. ¿Cómo vas a mantener entonces tu secreto? La gente, al verte, sabrá que has dado con la fórmula y que la estás probando.
— Ya he pensado en eso. Mendoza se ocupará del trabajo. Yo dirigiré desde la sombra, desde nuestra casa, Lolita. ¿Qué te parece? La gente ya sabe cómo soy. Y mis únicas intervenciones obligatorias son ante el consejo de administración de Calyx. Una, la próxima semana. De ahí lo acertado de tu consejo de no probar la fórmula hasta después de esa reunión. Me verán tal cual soy. La otra será dentro de seis meses. El plazo que, les diré, necesito para probar con animales y verificar sus efectos, antes de poder explorarlo con los humanos. Cuando llegue esa reunión, yo seré la prueba. ¿Entiendes, Lolita? Hasta entonces me mantendré oculto, dirigiendo desde casa. Todos conocen lo raro que soy. No es la primera vez que hago algo así. ¿Recuerdas…?
— Fue maravilloso, Curt. ¡Eres tan inteligente! ¡Qué envidia me das!
— Gracias, Lolita. Tú eres un ser maravilloso. El más maravilloso que conozco.
— Me halagas, Curt. Ves más de mí que yo misma. Tan sólo pretendo servirte y serte útil.
— Y lo haces muy bien.
— Bueno, dejémoslo ya, o voy a acabar poniéndome colorada.
Portada diseñada por mi con la Imagen de Khusen Rustamov en Pixabay