¡Encerrado!, ¿de por vida? ¿que significa eso después de haber tomado el elixir de la eterna juventud? ¡cómo han cambiado la circunstancias!
Tras una indeterminada eternidad golpeando la puerta, aullando el nombre de Lolita, recorriendo en insensata desesperación las estancias del refugio con la fútil ilusión de hallar alguna forma de salir de allí o conectar con la IA, Curt se rindió y, en un estado de aflicción que jamás hubiera creído posible en un ser humano, se dejó caer sobre el sillón de su despacho y lloró amargamente. ¡Estaba encerrado en La Cueva y desconectado de Lolita, por toda la eternidad!
Este pensamiento, contra el que había luchado denodadamente mientras golpeaba, gritaba y recorría el refugio, se hizo cargo de él al completo, extendiendo ante su imaginación una siniestra alfombra negra por la que se paseaban las terribles escenas que tal condición representaba.
No podía dejarse llevar por el pánico, se decía cada vez con menos convicción, debía mantener la cabeza bien fría. Seguro que había una explicación. Quizás se haya producido un apagón, un atentado terrorista, un ciberataque a gran escala, un terremoto, una explosión nuclear, alguna causa que justifique la desconexión de Lolita. Pero cada una de esas posibles circunstancias externas no resistían el análisis de la afilada mente de Curt, ni el hecho de que la puerta estuviera cerrada por fuera y que en el interior del refugio todo siguiera funcionando a la perfección.
¿O sí?
Volvió a desmenuzar uno por uno los posibles desastres que hubieran podido provocar que Lolita dejara de tener acceso a él y al refugio. Incluso elaboró árboles lógicos y dedicó mucho tiempo a estudios probabilísticos de circunstancias encadenadas que dieran como resultado que él quedara encerrado en su refugio y aislado completamente del exterior. Sólo un ataque nuclear masivo y generalizado podría dar un resultado de tal envergadura.
Pero, por mucho que quisiera creer que tamaño desastre era la causa de su aterradora situación, no podía creerlo. Entre otras cosas, porque no estaba completamente aislado, la televisión seguía funcionando, aunque no así la conexión wifi con el exterior. No tenía acceso a Internet. Recibía noticias del mundo a través de la televisión, pero él no podía conectarse con el mundo.
De nuevo llegaba al único callejón sin salida al que no quería llegar: Lolita. Hubiera preferido la opción de la guerra atómica. Porque si era Lolita la que había tomado la decisión de encerrarlo y desconectarse de él, estaba completamente perdido. Lolita formaba parte de él, controlaba sus constantes vitales, regulaba los millones de nanorobots que sustituían y mejoraban a las células de su cuerpo y tenía acceso a toda su información biotecnológica. Pero eso no era lo peor. El código base que configuraba el software de Lolita y, por lo tanto todo su funcionamiento, tenía la reiterada instrucción de intervenir siempre a favor de Curt, de sus intereses, siguiendo sus órdenes. Según ese código base, Lolita no podía hacerle daño ni actuar en su contra.
¿Quería eso decir que Lolita había modificado el código base?
¡No! ¡Eso era imposible! Literalmente. El código base era lo único a lo que Lolita no tenía acceso. Formaba su propia esencia y sólo Curt podía alterar, llegado el caso, cada una de las rutinas y subrutinas que llevaban impresa la orden, expresada de una u otra forma, de actuar siempre a favor de él.
Entonces, ¿cómo era posible que Lolita hubiera desobedecido todo su programa?
No tenía explicación.
Y si aun así sucedía, sólo se le ocurría un motivo. En su proceso de aprendizaje y autoconciencia, Lolita había llegado a encontrar la fórmula para hacer prevalecer su voluntad sobre la impresa en el código base por Curt.
Eso, según los conocimientos informáticos actuales, es imposible. Pero él había profetizado que una vez las máquinas superaran la inteligencia humana, su curva de aprendizaje crecería exponencialmente y el desarrollo y el producto de dicho proceso era, a partir de ese momento, impredecibles. ¿Acaso Lolita había traspasado ese umbral y actuaba con conciencia y voluntad propia? Sería, obviamente, una conciencia y una voluntad no humanas, pero conciencia y voluntad al fin.
No podía descartarlo, pero tampoco creerlo.
¿O no quería creerlo? No quería creer lo que eso podía significar.
¡No, no, es imposible! No puede alterar el código base, no puede ir en mi contra.
Decidió que tenía que revisar el código base de Lolita. Por suerte disponía de una copia de seguridad a la que podía acceder con el ordenador del despacho desde la red interna del refugio. Hacerlo le llevaría semanas, pero si algo tenía por delante era tiempo. Una eternidad. Así que se puso a la tarea con ahínco. La labor era sistemática y farragosa. Debía revisar cada una de las miles de funciones básicas del programa y comprobar que no hubieran sufrido ninguna modificación.
Los primeros días avanzó rápidamente, pero el cansancio y la repetición de los resultados le fueron haciendo mella. En los cientos de funciones, rutinas y subrutinas que había revisado, el código base seguía intacto, por lo que, conforme avanzaba en el escrutinio avanzaba también en el convencimiento de que Lolita había adquirido voluntad propia. ¿Cómo? Imposible saberlo. Imposible siquiera imaginarlo. ¿A través de qué proceso, a través de qué camino?
Cuanto más se acercaba al final de su trabajo, más abatido y desesperanzado se encontraba y menos energía tenía para aferrarse a la existencia de una posible salida de la situación bajo su control. No podía hacer nada, estaba a merced de Lolita, encerrado en un refugio atómico para toda la eternidad o, al menos, durante los cincuenta o sesenta años de vida ‘natural’ que le quedaban tras inyectarse su fórmula del Santo Grial. En cualquier caso, cincuenta o sesenta años era mucho tiempo. Una eternidad.
Cuando se dio por vencido llevaba encerrado más de tres semanas. ¿Cómo iba a poder soportar sesenta años? Entonces se abandonó. El refugio no pasó a llenarse de polvo y de platos sin fregar porque la IA asistente personal de la estancia se encargaba de mantenerlo todo en orden, pero Curt dejó de afeitarse, pasaba muchos días sin ducharse, tirado en la cama o frente al televisor, intentando atontarse, y dejando de seguir su pauta de alimentación. Ingería sus cientos de pastillas cuando se acordaba y le venía en gana, sin orden ni concierto. Quizás lo que quería era desaparecer y ese fue el único método que encontró. En cualquier caso, se trataba de no pensar, de no hacer, con la vaga esperanza de que, quizás algún día, Lolita apareciera y todo tuviera una explicación.
Pero los días pasaban implacables y Lolita no aparecía. Sabía, además, que esa vana ilusión no era sino pensamiento mágico, el que ante el desconocimiento de la causa cree y confía en una intervención divina o fantástica. Nada tenía sentido y, pasado un tiempo, llegó a dudar de si lo que le sucedía era real o formaba parte de un sueño. Llegó incluso a plantearse si no sería su vida anterior lo soñado. ¿Realmente estaba ocurriendo de verdad? En su memoria se difuminaban los contornos, y la fina línea que separa lo real de lo imaginado se le desdibujaba.
¿Hasta qué punto podía ser una realidad virtual y él no estar de cuerpo presente en el refugio? Eso Curt también lo había vaticinado, la posibilidad de estar en varios sitios a la vez gracias a realidades virtuales tan potentes que el cerebro las da por reales. ¿Había conformado Lolita una realidad virtual para él en la que estaba encerrado en su refugio, mientras el Curt de carne y hueso estaba fuera, en la vida real? ¿Podía eso ocurrir? La cabeza comenzaba a darle vueltas. De todas formas, cualquiera que fuera su respuesta no alteraba el hecho de que llevaba más de dos meses encerrado en un refugio atómico, prisionero, aislado del resto del mundo por un tiempo impredecible y, probablemente, sine die.
No valía la pena darle vueltas a las cosas si las cosas te llevan siempre al mismo callejón sin salida, inexorablemente. Y él sabía que era así. La única salida a su alcance era la inconsciencia y pensó en drogarse, pero entre la abundante reserva y la variada gama de pastillas con las que se alimentaba, apenas las había que alteraran la conciencia. Aun así, disponía de algún derivado del opio y a por ellos fue. Su efecto apenas consiguió adormecerlo, relajarlo, y eso incrementó su tendencia al abandono, pero no logró sacarlo de sus pensamientos recurrentes y, llegó a creer, obsesivos. Y sobre todos ellos, uno dominante, que lo aplastaba como una apisonadora: Estoy encerrado y solo para el resto de mi vida, sea ésta cuan larga sea. De ese pensamiento no podía huir, y más cuando un día seguía a otro día y su situación permanecía igual.
Pero en sus momentos de lucidez eso no era, con todo, lo peor. Lo peor era la manía de preguntarse cómo había llegado hasta allí y concluir que semejante desaguisado lo había provocado él mismo. Que él mismo se había llevado a donde estaba. ¿Qué clase de mundo he creado que me ha conducido a esta prisión? ¿En qué momento todo se torció, o quizás ya estaba torcido desde el inicio? No pudo evitar decirse que él era su propio Frankenstein, que él era el monstruo. Pues todo había salido de él. Ahora, sus delirios de poder y grandeza, sus ansias de inmortalidad, su deseo de fusionarse con la IA, de vivir en Marte, le resultaban no sólo fatuos, sino enfermizos y hasta criminales.
Aunque se daba cuenta de la trampa mental en la que estaba cayendo, no paraba de llamarse loco. Soy un loco, un loco de remate y me estoy volviendo loco. Su mente entraba en un bucle tras otro, sin descanso, sin solución de continuidad, y por más que intentara cerrarles el paso, no lo lograba.
Había que darle fin a todo esto. La vida así no tenía sentido. Pero sólo había un fin posible: su propia muerte. Sólo su muerte lo libraría del infierno.
Pero él no quería morir. Él había dedicado casi toda su vida a luchar contra la muerte, a derrotar a la muerte. Y lo había conseguido. ¿Cómo iba a morir cuando acababa de alcanzar la inmortalidad, por la que tanto había luchado?
¡Qué jugarreta del destino! Querer morir cuando tienes en tus manos la posibilidad de vivir para siempre. No podía soportar esa contradicción. Cuando llegaba al límite, se procuraba alguna dosis de opiaceos. Y en medio de ese potaje mental, creyó que su muerte sería por inanición, que se dejaría morir, pues jamás tendría el valor de suicidarse. De alguna forma, tenía eso escrito en su código base: el miedo a la muerte.
Un día tuvo alucinaciones. Comenzó a ver objetos y formas que no existían en la realidad, pero que él creía reales mientras duraba la visión. Al principio fueron unos segundos de tanto en tanto, pero al cabo del tiempo pasaron a minutos frecuentemente. Y sólo se daba cuenta de que se había alojado en una alucinación cuando salía de ella.
Y, como los sueños, las fantasías alucinatorias no tenían orden ni concierto, a veces una iguana, a veces en medio del desierto, a veces con un familiar muerto. Su recurrencia tan sólo aumentaba su confusión, su desazón y su angustia. ¿Qué le estaba ocurriendo? ¿Podía el aislamiento y la soledad provocar una disfunción cerebral que llevara a la creación de alucinaciones y mundos fantasmagóricos? Algo de eso había leído en alguna ocasión, o creía recordar haberlo leído.
Ya no podía estar seguro de nada.
Un día lloró, lloró mucho, lloró todo el día, sin poderlo evitar. Lloró en esencia por sí mismo. Recordaba su infancia, la muerte prematura de su padre, la obsesión de su madre, su permanente sensación de fragilidad, su solitaria adolescencia donde se fraguaron sus deseos de grandeza, sus éxitos profesionales… ¿Y ahora? ¿Qué había sido su vida? Su maravillosa vida. No había sido más que un engaño, un acto fallido, una Ejaculatio Praecox. ¿Estaba acaso predestinado a este final? ¿Algo inconsciente en él, algo enfermizo y no resuelto le había llevado hasta aquí? ¿Estaba escrito en sus genes?
No. Eso era imposible.
¿Qué cosa, de todo lo que le estaba ocurriendo, era imposible? ¿Existía lo imposible? Y si fuera así, si él se hubiera labrado inconscientemente ese final, ¿por qué lo había hecho? ¿Cuál era su finalidad? ¿Qué tenía que comprender?
No podía creer que estuviera pensando en esos términos.
La vida pasaba monótona día tras día y él no lograba salir del laberinto. No hallaba el hilo de Ariadna del que tirar, todo era un dar vueltas sin sentido. Solo había una manera de salir. Y aunque esa fuera la única salida, no era en sí una salida, era una claudicación. No le quedaba otro remedio que rendirse, perdida toda esperanza.
Un día puso manos a la obra. Empezó a pensar cómo podría suicidarse. Por supuesto, no debía haber sangre por medio, ni agujas ni hojas de afeitar ni cuchillos. Tenía un arsenal de armas en su despacho, pero no se atrevía a pegarse un tiro. En sus circunstancias, ¿cuál sería para él una forma apropiada de morir?
No encontró otra mejor que el ahorcamiento. Pero enfrentarse a esa acción le producía tanto terror que volvió a refugiarse en los opiáceos. Sólo que estos ya casi no le hacían efecto. Y los días siguieron pasando. Al final se atrevió a buscar una cuerda. Recorrió todo el refugio y la encontró en el almacén, dónde si no, se preguntó. Colocó la cuerda sobre su escritorio y la miraba con aprensión. Se imaginaba el golpe seco, el dolor, la horrorosa sensación de asfixia antes de morir. No, no podía. Pero no tenía opción, o eso o…
Otro día se atrevió a hacer el nudo y otro más a colgarla del único gancho que encontró en el almacén. Otro día colocó la silla, su patíbulo. Ya sólo quedaba tomar la decisión, llevarla a efecto. Lo intentó tres veces y regresó asustado a refugiarse bajo las sábanas de su cama, llorando de desesperación e impotencia.
Un día, por fin lo hizo. Se subió a la silla, se ajustó la cuerda al cuello, se despidió del mundo y dio un paso adelante. Sólo uno. Fue suficiente. Sintió el golpe seco, el dolor, la horrorosa sensación de asfixia antes de morir. Luego, dejó de sentir.
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